Ikebana

‘Ikebana’ o componer arte con las flores para conectar con uno mismo

Las flores han sido siempre un símbolo de respeto: a la pareja, a los muertos o a las divinidades. La tradición japonesa lleva ofreciéndole flores a Buda desde el siglo VI y cuenta la leyenda que existía un monje insatisfecho con el desorden y el descuido en los altares al Dios originario de Nepal que renunció a ser príncipe para venerar al espíritu. El sacerdote, harto de la simpleza de los creyentes, les enseñó cómo las flores podían representar la armonía del Universo. Ono-No-Imoko, nuestro monje, lo llamó la tríada universal: flores, ramas y hojas erguidas hacia el sol en grupos de tres como representación del “cielo (arriba, hacia donde miran las flores), la tierra (por debajo, en contacto con las raíces) y el ser humano (en un espacio intermedio entre ambos planos)”. En la cultura nipona los humanos deben respetar el equilibrio de la naturaleza, esculpir las piezas con plantas autóctonas según la estación en la que germinan para crear arreglos que reflejen un pedacito del alma del autor. Aunque hay escultores de flores que se han alejado del camino tradicional, tanto el Ikebana bajo las estrictas reglas japonesas, como el que se deja llevar por la completa libertad del creador, “sana el corazón y calma el alma”. Se practica el uso de “sen (líneas), kai (bloques) y shiki (colores)” para lograr una composición armoniosa. Se practica la paciencia, la memoria, el silencio y el cuidado para buscar la armonía en los materiales que te da la naturaleza, igual que un cocinero mezcla delicadamente sus ingredientes. Que una composición sea armoniosa no significa que sea perfecta, puede ser asimétrica pero debe tener un orden, por ello esta tradición milenaria se ha convertido en meditación, como todos los saberes que dejó Buda en la Tierra.