Henna, agujas de oro y Mercadona

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Los tatuajes: esa moda incipiente que parece propia de finales del siglo pasado cuando sobre la piel se dibujaron los primeros tridentes en la espalda, las hilanderas de estrellas sobre la cadera y las flores y tribales en los musculitos de los primeros chicos gym. La adicción a la tinta no ha hecho más que crecer y crecer desde aquellos tiempos de los piercing en el labio y las palestinas, solo que, ahora han cambiado de sitio y se han multiplicado x2 velocidad audio de Wasap.

Los tatuajes ya ha dejado de ser un símbolo de rebeldía y han pasado a convertirse en algo incluso inocente, artístico y original. Ya lo democratizó Disney cuando en la gran pantalla se estrenó Moana (Vaiana) en 2016, la primera heroína de la Polinesia basada en el mito de la creación de Maui, un semidiós que levantó el suelo del océano con su anzuelo mágico para fundar la isla que le da nombre y Hawái. Sus tatuajes reflejan sus hazañas y leyendas, un mini Maui viviente se convierte en uno de los protagonistas que dan vida a esta animación igual que durante años le dieron sentido a los polinesios, una cultura en la que estos dibujos corporales son el paso hacia la edad adulta, símbolos de clase, espiritualidad, bravura y protección.

Celtas, nativoamericanos y los del borneo, los tatuajes tribales se marcaban en la piel para establecer una conexión con lo divino, sin embargo, versículo contra versículo en el Libro del Apocalipsis capítulo 19, se entiende que hasta Jesús, la divinidad hecha carne e hijo de Cristo tendría uno en su pierna: “lleva escrito un nombre en su manto y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de los Señores”, frente a la Biblia de Levítico, 19: “No haréis ningún rasguño en vuestro cuerpo por un muerto, ni en tu cuerpo imprimas ninguna marca”, marcas de tinta asociadas a los paganos filisteos que la Iglesia logró diluir y negativizar. Historia versus histeria por suplantar cualquier resto de culto y politeísmo.

Ya pintaban su piel en ese triángulo de islas del pacífico las diferentes culturas maorís, samoanos o rapanuis; hace 5.300 años en Ötzi, el cazador neolítico que murió congelado o en las sacerdotisas egipcias sirvientes de los dioses que tatuaban con agujas de oro y henna. Ahora, unos dos mil años después del decreto de Constantino I en contra de su práctica ha estallado en miles de formas, colores, técnicas y arte: tatuajes de la Polinesia se han fusionado con el realismo, los dibujos de un trazo de Pablo Picasso se han mezclado con la escritura china o lo indígena con lo perteneciente al siglo XXI.

Durante el franquismo, los tatuajes se asociaban con la criminalidad y todavía en 2022 no verás a un banquero tatuado, hasta la modificación del Real Decreto 309/2021 tampoco podías ingresar en el ejército y hoy te rechazan en un puesto de trabajo en el Mercadona por llevar tatuajes visibles. La profesionalización, la normalización y la cultura que representan para el ser humano llevar tinta en la piel no debe ser motivo de discriminación y mucho menos laboral, el mundo del tatuaje anhela volver a sus inicios, a los aborígenes, a los indígenas y a los pueblos. Sus cuerpos contaban historia sin miedo a la flacidez de la piel con la vejez, sin miedo a morir. Relacionados con la acupuntura primitiva, las marcas sanaban y también eran sinónimo de valentía y fuerza por las dolorosas técnicas como hand poke o puntada.

Tatuajes de Ötzi (MARCO SAMADELLI). Fuente: Nationalgeographic.com.

Ese deseo milenario de rasgarse la piel con tinta imborrable para preservar la memoria, para individualizarnos del colectivo y al mismo tiempo sentirnos pertenecientes a él es lo que significa llevar tatuajes. Dios nos habrá hecho “a su imagen y semejanza” como humanos, no como sujeto, bajo la predicación moral, no como copias exactas en su literalidad.

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